La luz de las farolas les acompañó una vez más, abriéndose paso a través de la ventana de aquel pequeño cuarto, entre restos de besos ebrios y abrazos envueltos en humo. Él sentado al borde de la cama, consumiéndose a sí mismo en cada calada de aquel cigarrillo. Bruma en su cabeza, ceniza en su garganta, y promesas de silencio eterno para no volver a mentir nunca más. Ella desnuda sobre la cama, abrazando la almohada, concentrada en acompasar el ritmo de su respiración para evitar que un sollozo volviera a delatarla. Transformando en lágrimas silenciosas cada abrazo contenido apunto de caer sobre la espalda de él. Resignándose a no entender nunca.
Él apuró su cigarrillo, lo apagó entre el montón de colillas que poblaban un pequeño cenicero y se levantó, buscando su ropa con los ojos, entre el sinuoso velo de humo que acababa de espirar.
Ella se incorporó y apoyó su cabeza entre las sombras del cabezal de su cama, para evitar que él advirtiera sus ojos vidriosos.
- Quédate. Duerme esta noche conmigo.
- Siempre dices eso. ¿Por qué lo sigues haciendo? Ya sabes que no me puedo quedar.
- Di, mejor, que no quieres.
Negó con la cabeza mientras abrochaba los botones de su pantalón. No podía quedarse. Se prometió no hacerle daño y se lo había hecho. No quería herirla aún más No quería darle esperanzas de algo imposible. Ella se desplomó sobre las sábanas, escondiendo la cara entre sus brazos. No soportaba verla así. Era tan tierna y tan preciosa... Y le quería tanto... Hubiera dado cualquier cosa por poder corresponder. Por poder amarla como merecía. Por sentir el deseo de cuidar de ella cada día de su vida. Pero no era así, y él no podía hacer nada.
Ella ya no recordaba cuantas lágrimas había derramado por él. Había perdido la consciencia. Había perdido el control. Le amaba tanto que deseaba que se muriera cada vez que le veía marchar. Cada vez que con alguna palabra, algún gesto, le recordaba que la no quería. Que nunca la querría. A pesar de todo, no era capaz de negarse a sus besos, a sus caricias. No era capaz de sacarle de su vida y, cada pocas noches, se dejaba destrozar por su calor.
Cuando terminó de vestirse, se sentó de nuevo junto al cuerpo inerte de ella y acarició su pelo una vez más. Se sintió una basura por haber vuelto a hacerlo. No quería usarla. No quería herirla. Ella era lo único bueno que había en su vida. La sonrisa que alegraba sus días. El abrigo que mitigaba su soledad. Pero no la amaba. Estaba vacío de sentimientos.
De repente, notó que el cuerpo de ella temblaba. Estaba llorando. No podía verla así. No soportaba no poder darle lo que necesitaba. Deseaba abrazarla y decirle que la quería, que quería quererla. Pero sus palabras perderían sentido al volver a salir el sol. No tenía el consuelo que ella buscaba. Le dio un beso fugaz a modo de despedida y empezó a alejarse. Al abrir la puerta de la habitación notó elevarse el tono de los gemidos de ella. Como si ahogara clamores cargados de tanto amor como resentimiento.
- ¡Eres un hijo de puta!
Algo que intentaba ser un grito y apenas tenía fuerzas para hacerse oír. Él se detuvo un segundo antes de cerrar la puerta y desaparecer una vez más. Ningún insulto le había sonado jamás tan dulce. Y salió a la calle, anhelando poder amarla de verdad, pensando que ojalá pudiera elegir de quién enamorarse.
Ella siguió durante horas abrazada a su almohada. Llorando el hueco que él había dejado. Llorando hasta empapar su alma. Deseó una vez más no haberle conocido nunca. Deseó desaparecer. Y se durmió exhausta de tanto dolor, anhelando poder odiarle de verdad, pensando que ojalá pudiera elegir de quién enamorarse.