martes, enero 30, 2007

sin que sirva de precedente

Nada hay más reconfortante que el ver, por una vez, como “ella
- la despiadada,
la intransigente,
la que siempre te grita que no es suficiente,
la que se ríe de tus excusas,
la que te llama cobarde,
la que te hace sentir fracasada,
la que dice que todo lo haces mal -
nada reconforta más, decía,
que el ver como “ella” se traga su desdén y su petulante sonrisa y,
desde su omnisciente perspectiva del otro lado del espejo,
te dice:
estoy orgullosa de ti”.

sábado, enero 27, 2007

sin elección

La luz de las farolas les acompañó una vez más, abriéndose paso a través de la ventana de aquel pequeño cuarto, entre restos de besos ebrios y abrazos envueltos en humo. Él sentado al borde de la cama, consumiéndose a sí mismo en cada calada de aquel cigarrillo. Bruma en su cabeza, ceniza en su garganta, y promesas de silencio eterno para no volver a mentir nunca más. Ella desnuda sobre la cama, abrazando la almohada, concentrada en acompasar el ritmo de su respiración para evitar que un sollozo volviera a delatarla. Transformando en lágrimas silenciosas cada abrazo contenido apunto de caer sobre la espalda de él. Resignándose a no entender nunca.

Él apuró su cigarrillo, lo apagó entre el montón de colillas que poblaban un pequeño cenicero y se levantó, buscando su ropa con los ojos, entre el sinuoso velo de humo que acababa de espirar.

Ella se incorporó y apoyó su cabeza entre las sombras del cabezal de su cama, para evitar que él advirtiera sus ojos vidriosos.

- Quédate. Duerme esta noche conmigo.
- Siempre dices eso. ¿Por qué lo sigues haciendo? Ya sabes que no me puedo quedar.
- Di, mejor, que no quieres.

Negó con la cabeza mientras abrochaba los botones de su pantalón. No podía quedarse. Se prometió no hacerle daño y se lo había hecho. No quería herirla aún más No quería darle esperanzas de algo imposible. Ella se desplomó sobre las sábanas, escondiendo la cara entre sus brazos. No soportaba verla así. Era tan tierna y tan preciosa... Y le quería tanto... Hubiera dado cualquier cosa por poder corresponder. Por poder amarla como merecía. Por sentir el deseo de cuidar de ella cada día de su vida. Pero no era así, y él no podía hacer nada.

Ella ya no recordaba cuantas lágrimas había derramado por él. Había perdido la consciencia. Había perdido el control. Le amaba tanto que deseaba que se muriera cada vez que le veía marchar. Cada vez que con alguna palabra, algún gesto, le recordaba que la no quería. Que nunca la querría. A pesar de todo, no era capaz de negarse a sus besos, a sus caricias. No era capaz de sacarle de su vida y, cada pocas noches, se dejaba destrozar por su calor.

Cuando terminó de vestirse, se sentó de nuevo junto al cuerpo inerte de ella y acarició su pelo una vez más. Se sintió una basura por haber vuelto a hacerlo. No quería usarla. No quería herirla. Ella era lo único bueno que había en su vida. La sonrisa que alegraba sus días. El abrigo que mitigaba su soledad. Pero no la amaba. Estaba vacío de sentimientos.

De repente, notó que el cuerpo de ella temblaba. Estaba llorando. No podía verla así. No soportaba no poder darle lo que necesitaba. Deseaba abrazarla y decirle que la quería, que quería quererla. Pero sus palabras perderían sentido al volver a salir el sol. No tenía el consuelo que ella buscaba. Le dio un beso fugaz a modo de despedida y empezó a alejarse. Al abrir la puerta de la habitación notó elevarse el tono de los gemidos de ella. Como si ahogara clamores cargados de tanto amor como resentimiento.

- ¡Eres un hijo de puta!

Algo que intentaba ser un grito y apenas tenía fuerzas para hacerse oír. Él se detuvo un segundo antes de cerrar la puerta y desaparecer una vez más. Ningún insulto le había sonado jamás tan dulce. Y salió a la calle, anhelando poder amarla de verdad, pensando que ojalá pudiera elegir de quién enamorarse.

Ella siguió durante horas abrazada a su almohada. Llorando el hueco que él había dejado. Llorando hasta empapar su alma. Deseó una vez más no haberle conocido nunca. Deseó desaparecer. Y se durmió exhausta de tanto dolor, anhelando poder odiarle de verdad, pensando que ojalá pudiera elegir de quién enamorarse.



martes, enero 16, 2007

un martes cualquiera

Peor para ti si no quieres pillarte los dedos...


Amanezco otra mañana con los labios desnutridos porque ya nadie los alimenta. Con ojeras que necesitan una mano de pintura. Con tos, dolor de pecho y congestión emocional. ¿La Couldina sirve cuando se te resfría el alma?

Desayuno café con leche sin azúcar ni esperanza y galletas de choco-desgana antes de irme a asear. Una ducha de agua ardiendo que me quite un poco el maldito frío. ¿Cuánto dura un invierno que ya dura desde el invierno pasado? Me visto con ropa gris y fragancia de nadameimporta y bergamota, y me doy cuenta de que la mitad de mis calcetines desparejados están llenos de agujeros. Parece que las polillas de mis sesos han decidido anidar también en el cajón de mi ropa interior.

Salgo a la calle y me arrastro hasta mi coche sin prisa ni gloria, y pienso ¡qué curioso! Necesita un cambio de aceite y yo un cambio de aires; necesita pastillas de freno y yo pastillas de olvido; necesita un equilibrado de ruedas y yo un equilibrado de moral. Qué bonito sería poder dejarme a mí misma en el taller y recogerme al día siguiente puesta a punto para los próximos diez mil kilómetros.

Llego medio tarde, como siempre, al mismo condenado martes que vivo casi cada día. Y, no, nadie intuye que me dedico a guardar secretos, ni que en realidad sí hay veces que lloro, ni que a veces duermo poco porque el tic-tac de mi cabeza me retumba en los ojos, ni que tengo unos pies suicidas que caminan por cornisas que sólo conozco yo. Los que me recuerdan, lo hacen por mi sonrisa.

Después del paréntesis de malintencionado buen humor, me vuelvo a casa corriendo antes de explotar y salpicarlo todo de rabia y frustración. En casa pienso y pienso. Y después de pensar, escribo y escribo. Luego me pregunto por qué lo hago, si lo que de verdad me apetece es sudar mis ganas entre sábanas y miro el teléfono como si las teclas me llamaran, y tiro el teléfono al suelo porque no me da la gana de volver a utilizarme para sentirme mejor.

Me miro al espejo intentando recordar la última vez que alguien, al ver lo que yo veía, sintió aquello que llaman amor. La verdad, ya ni lo recuerdo. La verdad, ya ni me importa. Me entran ganas de romper el espejo para dejar de verme como soy y empezar a verme como me siento.

Qué pena me da el haber tenido que aprender a tener la sangre fría y a pensar en ciertas cosas como si para mí no tuvieran ningún valor. Qué pena me da el haberme convertido en mentirosa por vocación y hablar de cualquier cosa con tal de no decir lo que me gustaría. Que tú sí me importas, que tú sí me importas, que me pongo triste cuando estás triste, que te abrazaría durante horas sin hablar. Hace tiempo que no lucho por nada. Soy cobarde y no me arriesgo a ser feliz. Resulta más fácil estar en el fondo de todo y saber que no puedes caer más abajo.

Peor para mí si no quieres pillarte los dedos...



domingo, enero 14, 2007

celos

- ¿Y qué tal con tu amiguita... mmm...? ¿Cómo se llamaba?

- Recuerdas perfectamente su nombre.

- Pues sí. Pero, la verdad, me es completamente indiferente cómo se llame. Es más, me es completamente indiferente su vida.

- Entonces, ¿por qué preguntas?

- Porque odio que me hables de ella. Y con un poco de suerte, si sigues haciéndolo, acabaré odiándote a ti también.





martes, enero 09, 2007

mírame

Mírame. Mira mis manos. ¿Te gustan? Son tuyas. ¿Quieres mis piernas? Te las doy. Y mis pechos y mi vientre. Todo para ti. Pero no pienso mirarte a los ojos; eso sería regalarte mi alma. Y eso no lo quieres, ¿verdad? Lo sé... Tarde o temprano te marcharás, igual que se marchan todos. Y como sé que te llevarás algo de mí aunque yo no quiera, procuraré que no sea algo imprescindible.













Mi corazón tiene goteras.
A veces la humedad no me deja dormir.



domingo, enero 07, 2007

inteligencia emocional

Me gusta estar con él. Fuera de la cama, me refiero. Me hace reír, me abre la puerta del coche y, el otro día, hasta me regaló flores. Se toma más molestias de las necesarias, la verdad. Además, me llama “nena”. Me gusta que me llame así. Es como llamaba mi padre a mi madre, cuando aún se querían.

A veces, cuando dormimos juntos, me despierto por la mañana y él está ahí, tumbado a mi lado, mirándome en silencio. Dice que le gusta mirarme mientras duermo, que parezco un ángel. Joder. Me derrito cuando me dice esas cosas. Y cuando me desnuda despacio y me acaricia con tanto esmero, como si acariciara el tallo de una rosa con la yema de los dedos, cuidando de no arañarse con las espinas. Me transforma. Me convierte en algo exquisito y delicado. Hace que me sienta preciosa... porcelana fina.

Pero no te confundas, eso no significa nada. Hoy soy yo; mañana será otra rubia cualquiera. Él es así, de amores efímeros. A pesar de todo, sé que es sincero cuando me dice que yo soy la única. No miente, lo siente de verdad. Sólo hay una para él, lo que pasa es que cambia de rostro cada día.

Hace un tiempo, me hubiera muerto de celos al verle tontear con la camarera, o hablar demasiado con alguna putita de escote vertiginoso. Le hubiera montado una escenita de plañidera histérica, gimoteando y gritando que no quería volverle a ver. Pero ya no soy así. Ahora le amo eternamente tan sólo por unas horas. Cuando él quiere ser mío y yo quiero ser de él. A la mañana siguiente, me doy una ducha y me vuelvo a casa, recordando todo lo vivido como si lo hubiera visto en alguna peli de amor y no tuviera nada que ver conmigo. Así nunca duele. No puede hacer daño. Amor sin dolor... ¿No es fantástico?

En el fondo, sólo es cuestión de saber archivar los recuerdos en el sitio adecuado.


sábado, enero 06, 2007

rayo de luna

A veces persigo rayos de luna, como la reencarnación post-moderna del lánguido poeta de Bécquer.

Le perseguí calle abajo, siendo perfectamente consciente de que no era él.

Pero por un momento (¿fue la luz de la luna?), le vi. Era él. Esas eran sus espaldas. Y ese gesto al andar me fue familiar. Ya lo había visto antes. No podía ser otro. ¿Y ese olor? Fue un instante, sólo un instante y casi imperceptible, pero lo reconocí enseguida. A mí nunca se me escapan esas cosas. Tenía que ser él. Era él, sin duda. Y entonces apreté el paso instintivamente, a punto de gritar su nombre.


Me paré en seco tras cuatro o cinco zancadas. No podía estar allí. Eso era imposible. Empecé a caminar despacio, viendo como se alejaba.


Aún así, cuando desapareció al entrar en su portal, me lamenté de no haber corrido más para alcanzarle.

Me quedé con ganas de darte un abrazo.

Ilustración de Victoria Francés
(Favole. Lágrimas de piedra)



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