Tan borroso, tan confuso, se sentó en el bordillo de la acera mirando al suelo, con la cabeza entre las manos y el mundo enajenado siguió durante un rato sin reparar en él. Los coches pasaban al compás de la métrica de un semáforo, y aún la gente podía andar y hablar y el sol siguió su imparable rutina elíptica. A él le pareció imposible porque todo se había roto solo hacía un momento. Que bajen el telón y empiecen a desmontar este tinglado. Ya pueden apagar el sol y las estrellas, y quitar el suelo y las paredes y los pisos y los árboles. No necesito el decorado. Se acabó todo, yo me bajo aquí.
Me senté a su lado y me alegró oírle respirar. Pasaron horas o días, no lo sé, y ya se estaba poniendo el sol. No lo entiendes, Lu, lo que acaba de crujir, ¿lo has oído?, era mi vida. Y solo pude pasar mi brazo sobre su espalda y apoyar mi cabeza contra la suya. Hablamos hasta agotar todas las palabras mientras íbamos tirando los guijarros que teníamos entre los pies a una farola triste y naranja que alumbraba desde hacía un rato nuestras tinieblas.
Para cuando nos fuimos a casa, había pasado un milenio, una era, una glaciación. Todo el mundo era distinto.