radiohead es ideal para los domingos aciagos
Mi profesor de Literatura Catalana en el instituto se llamaba Pascual. Fue mi tutor durante el primer curso. Era un hombre alto y canoso de espalda robusta y gesto severo. Recuerdo bien su voz, una voz peculiar, muy ronca, como si fumara desde los diez. Me caía bien. El otro día me vino a la cabeza algo que dijo una vez, en una de sus clases. No recuerdo cual era la lección, el caso es que aquel hombre se puso a filosofar sobre la muerte y el hecho de que llega un día en la vida de todos en que nos toca enfrentarnos a ella. No a la propia, si no a la de alguien cercano. Ya no a la de los abuelos o allegados de edad, claro, porque siempre se nos explica ese rollo del ciclo vital y parece que la explicación nos complace y lo aceptamos sin más. No, no esa clase de pérdida, si no la de alguien que no sigue el canon, que no le tocaría morir y sin embargo un día le atropellan saliendo del trabajo o le revienta un aneurisma cerebral. A él, nos contó, esa situación le llegó a los veintipocos. Un amigo suyo. Un accidente de coche. Y cambió su concepción de las cosas a partir de ese momento.
Habrá a quien le llegue a los tres años de edad, a los once, a los dieciséis, a los veintisiete. A mí aún no me había llegado, y desde aquel momento me estuvo acechando la macabra pregunta: ¿Quién será?
Y la respuesta no parecía llegar.
Anteayer, mientras fregaba los platos, sonó el teléfono. “Está en coma, en la UCI. Le encontraron al cabo de cuatro o cinco horas. No saben si saldrá.” Y después, mientras enjuaga una cazuela, recordé la última vez que nos vimos, en una comida, estaba sentado enfrente de mí. Me imaginé diciéndole: “¡Eh, eres tú! La respuesta a mi pregunta”, y me subió un escalofrío por el espinazo. No abrí mucho la boca en todo el día. Sólo para hablar de frivolidades con gente a la que hacía mucho que no veía, en la sala de espera del hospital.