domingo, noviembre 26, 2006

waiting-room

Sillas de plástico en la sala de espera, y suelo de gres.

Sigo esperando.

Alguien me dijo que cuando llegue mi turno, aparecerá el hombre de chaqué y corbata, el hombre de la eterna sonrisa, abrirá la puerta y me invitará a pasar.

“Adelante, adelante. Por aquí está su camino de rosas"

viernes, noviembre 24, 2006

prisa

El gran reloj de la estación marcaba diez minutos más de lo que debería. Ella se apresuró a comprar su billete y atravesó la estación deseando poder correr más y no pudiendo hacerlo. El impasible minutero la había enseñado a vivir deprisa.

Corrió escaleras abajo cuando oyó el tren entrando en la estación, temiendo perderlo. Llevaba un bolso colgado al hombro, una bufanda enrollada al cuello, una chaqueta colgada del brazo y ninguna sonrisa que ofreder a una vida de estaciones de metro atestadas de miradas grises.

De un paso abandonó el andén, se metió en el vagón de cola y suspiró agradecida por la pausa que le proporcionaban los minutos de trayecto hasta su destino.

Ocupó un asiento libre al lado de una ventana y respiró profundamente durante unos segundos con los ojos clavados en el techo, hasta que recuperó el aliento. Después fijó sus ojos en el cristal. Odiaba no poder perder su mirada fuera de aquel vagón. A través de aquella ventana no se veía nada. Sólo la oscuridad de un túnel interminable.

Por un momento, se sintió incomoda al no saber qué hacer con aquellos minutos de espera hasta volver a retomar su prisa. Había olvidado qué se hacía cuando no se tenía nada que hacer.

Se entretuvo escrutando a sus casuales compañeros de viaje. Dos mujeres que hablaban, el anciano del periódico, la chica que leía un libro, la madre con su hijo. Gente de pie, gente sentada y conversaciones desgranadas en el aire, eclipsadas por el estruendo del tren arrastrándose sobre los raíles.

De repente reparó en él, allí de pie, a pocos metros de donde ella estaba sentada. Le examinó con descaro, amparada por la tranquilidad de quien espía a quien no se sabe espiado.

Estaba fascinada. Abstraída. Pero no sabía muy bien porqué. ¿Serían sus labios? ¿Sus ojos, quizás? Intentó imaginarse como sería el olor de él al abrazarle.

Tal vez fue casual, o tal vez se intuyó observado. Levantó la vista en su dirección, como si supiera que ella estaba allí, y que iba a cruzarse con sus ojos. A ella le punzó la vergüenza al ser sorprendida en su insolencia y giró rápidamente la cara, agachando la mirada hacia su regazo. Pero sabía que él la había descubierto, de nada le servía ahora disimular.

Superados unos interminables segundos de bochorno, no pudo evitar volver la cara hacia la ventana para buscarle y fue entonces cuando descubrió que ahora era él quien la espiaba con disimulo a través del reflejo en el cristal. Y sonrió halagada.

A partir de ese momento, todo sucedió muy deprisa. De repente se encontraron compartiendo una botella de vino en la mesa de un pequeño restaurante, después pasearon de la mano por las calles de la ciudad, y sin darse cuenta les sorprendieron atardeceres de primavera enredados en besos y ternura. Y ya no había prisa, y los trenes nunca más fueron grises, y la vida le pareció maravillosa junta a él.

Hasta que el tren se detuvo en la siguiente estación. Se abrieron las puertas del vagón y él bajó sin volverse a mirarla. En un instante se perdió entre la multitud que abarrotaba el andén de aquella parada y ella supo que no volvería a verle jamás.

La historia de amor más bella de toda su vida había transcurrido en apenas unos minutos. El impasible minutero la había enseñado a vivir deprisa.

Miró el reloj de su muñeca y recordó que llegaba tarde. Su prisa la estaba esperando en la siguiente estación.


By Phil Hilfiker
Foto por Phil Hilfiker

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