domingo, junio 24, 2007

la verbena de san juan

Al final de la noche se sentó junto a los restos de la hoguera que había estado ardiendo durante horas en el parque. Ya sólo quedaban ascuas y alguna tímida llama que prendía de vez en cuando restos de pólvora, dibujando una estela dorada de diminutas estrellas danzarinas. Parecía magia.
Estaba cansada, descalza, con el pelo revuelto y lo que quedaba de su lápiz de ojos se difuminaba en una sombra alrededor de su mirada, dándole un aspecto de guerrera de una tribu antigua. Estaba guapa. Le sentaba bien la luz del fuego, dibujándola en naranja sobre el lienzo negro y cálido de la noche de San Juan.
La brisa de la madrugada mecía su pelo mientras el eco de los últimos petardos se perdía en la lejanía, y recordó lo duro que había sido el último verano. Parecía haber pasado un siglo desde entonces. Hacía tiempo que no pensaba en él. Se preguntó qué estaría haciendo en ese momento y si aún la recordaría de vez en cuando.
Esa misma tarde había estado pensando en qué cosas arrojaría a la hoguera al anochecer, de qué necesitaba desprenderse para seguir adelante. Y se le pasó por la cabeza echar al fuego las cartas que él le había escrito. Rebuscó en sus cajones y las guardó en el bolsillo trasero de sus tejanos antes de salir de casa.
Ahora había llegado el momento. Sostenía entre sus manos los folios manuscritos con marcas de dobleces y las esquinas gastadas. Demasiado usados. Leyó un par de líneas al azar y sonrió divertida. Ahora le hacía gracia lo que un día le hizo llorar. Le vinieron a la cabeza algunos buenos momentos. Hacían buena pareja. Todo hubiera sido perfecto si hubieran vivido en otro lugar, en otro momento, en otra vida. Él le dijo una vez que jamás la olvidaría, que dentro de muchos años se sentaría en el porche de una casa que aún no se había construido y se preguntaría qué habría sido de ella. Porque hay historias que tienen el final escrito desde el principio.
Acarició sus palabras en tinta azul con la yema de los dedos y suspiró con la nostalgia de quien ha olvidado el dolor. Se dio cuenta de que no necesitaba hacer aquello. No necesitaba desprenderse de él para seguir adelante, porque ya lo había hecho. Ya le había perdonado. Y con el crepitar de las brasas haciendo danzar su sombra, volvió a guardar lo que quedaba de su historia en un bolsillo, dedicó unos minutos a sonreír buceando en recuerdos, y después se marchó a casa. Quería acostarse antes de que amaneciera; al día siguiente tenía cosas que hacer. Su vida continuaba, siempre continuaba, a pesar de todo.


1 comentario:

Anónimo dijo...

Ahora ya lo sabes... Lo que queda de historia, de la historia de cada uno, es algo tan nuestro, tan profundo, que es imposible deshacerse de ello, que ni siquiera las llamas del infierno podrían hacer nada contra ella. Porque forman parte de nosotros mismos. Y entonces... ¿para qué pretender deshacerse de esas cartas?

Con cariño,
Bartok.

P.D.: Tienes un regalito en mi casa...

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